sábado, 5 de mayo de 2012

Canelones de espinacas con piñones

Hacía ya catorce años que Blas llevaba la vida con la que siempre había soñado, una vida totalmente ordenada. Sus actividades semanales estaban calculadas y medidas al detalle. Se levantaba cada día a las 6:45 de la mañana, iba al baño a orinar y a lavarse la cara, no sin antes haber llevado a cabo una exhaustiva limpieza de sus manos con un jabón especial que nutría la piel. Se vestía con la ropa que su mujer, Leo, le había dejado preparada una hora antes, ya que hacía siete meses que le habían cambiado el horario y ella salía de casa a las 6:30 para llegar al trabajo a las 7 en punto. Blas trabajaba en las oficinas de una humilde redacción que se encontraba en el centro de la ciudad y a pesar de que la empresa no lo exigía, él siempre vestía con traje y corbata. Su hora de entrada a la oficina era a las 8:30 pero él salía pronto de casa porque le gustaba almorzar en El Capricho, no conocía sitio mejor para tomar café. Leo, desde que se casaron hacía ya catorce años, conocía al detalle el meticuloso gusto de su marido y le contentaba siguiendo a rajatabla sus quisquillosas pautas. Se encargaba de escoger su vestuario cada mañana, que incluía seleccionar corbata, cinturón y calcetines a juego; prepararle el bocadillo del almuerzo: atún con tres gotas de aceite de oliva; y cocinar canelones de espinacas con piñones cada jueves por la noche, entre otras cosas. Blas se iba a dormir cada noche a las 22:30, antes de cerrar los ojos sentía una felicidad absoluta, todo en su vida era perfecto, el orden le proporcionaba una paz única.

Una mañana, Blas se despertó de un bote y miró el reloj de la mesita de noche, eran las 6:55, se había quedado dormido. Blas sintió un enorme pinchazo en su pecho, fue al baño y metió la cabeza bajo el grifo para acto seguido, mirarse al espejo con ojos de lunático. “Eres un parásito social, me das vergüenza” murmuró. De repente, Blas notó como brotaba algo dentro de sí, se trataba de una sensación que jamás había experimentado y eso le aterrorizó. Minutos después se sorprendió a sí mismo sonriendo ante el espejo, sentía despreocupación y eso le hacía feliz, ¡Dios Santo! ¡Le hacía feliz! ¿Qué había hecho durante todos ésos años? Fue hacia la habitación y vio la ropa que su mujer le había dejado preparada, la corbata era negra y, por supuesto, los calcetines y el cinturón también. Blas abrió el armario de par en par y descubrió, hundida en el fondo, aquella corbata naranja con topos azules que sus compañeros le regalaron en la última cena de empresa. Todavía recordaba ése día, todos rieron con la broma pero a Blas no le hizo ni una pizca de gracia, a pesar de ello guardó las formas, esbozó una mueca lo más parecida que pudo a una sonrisa y agradeció el regalo. Blas alargó su brazo, sacó del armario la antiestética corbata y se la puso, combinándola con un cinturón verde oscuro y unos calcetines amarillos: era el día de la revolución. Bajó a la calle dando brincos por las escaleras y cuando se disponía a girar, como era habitual, en dirección hacia El Capricho decidió, por impulso, caminar en dirección contraria hasta el Bar Manolo. Se paró en seco antes de entrar, se trataba del local menos refinado de la zona así que se despeinó locamente y se desabotonó la camisa. Subió los dos escalones de la entrada y justo antes de abrir la puerta pudo ver, a través de los cristales, a su mujer acariciando el brazo del que había sido su antiguo compañero de la Universidad, Rodrigo. Rodrigo y él siempre habían mantenido una cordial amistad a pesar de que Blas no entendía muchas de las cosas que hacía Rodrigo, como presentarse ante sus amigos más elitistas como Rodry. Además, tenía una obscena manera de expresarse y de vestir, a la vista de la gente Rodrigo podía llegar a parecer un asqueroso liberal. A Blas no le faltaron motivos para, siete meses atrás, tomar la acertada decisión de cortar en seco la relación con Rodry, pero al parecer Leo no había hecho más que alimentarla. De repente Blas se sintió frustrado, deseaba entrar y reventarle los sesos a Rodrigo pero él tenía clase y no podía permitirse montar ése tipo de escándalos así que decidió marcharse por donde había venido. Blas llegó diez minutos tarde al trabajo, al entrar se encontró con los rostros preocupados de sus compañeros, él nunca se demoraba. Todos se quedaron perplejos al verle aparecer con ése aspecto pero Blas no hizo ningún comentario al respecto, atravesó el pasillo apresuradamente, entró en su despacho y cerró con un fuerte portazo. Se pasó el día con la mirada perdida, sopesando lo ocurrido. Cuando plegó pasó por El Capricho y tomó una taza de café con leche acompañada de dos cruasanes, no podía dejar de pensar en La Gran Catástrofe, ansiaba despertar. A las 19:00 salió de la cafetería y cogió un bus que le dejó cerca de una tienda de las afueras donde compró un cuchillo de caza. Para volver a casa cogió un bus y un metro, no tenía ganas de andar por la ciudad ni de encontrarse con nadie. Abrió sigilosamente la puerta de la entrada y entró despacio, en mitad del pasillo se detuvo para oler el aroma de los canelones de espinacas con piñones, con todo el jaleo había olvidado que era jueves. Su mujer le vio al pasar por el comedor y, asustada, dio un gran salto hacia atrás.

- ¡Por el amor de Dios, Blas! ¿Por qué entras a hurtadillas? Casi me matas del susto… - Asombrada, Leo observó el pintoresco aspecto de su marido que todavía llevaba puesta la espantosa corbata naranja - ¿Por qué vas así vestido?

- Solo… solo era una broma. – Dijo Blas con voz temblorosa –

- Anda, siéntate a la mesa. Hoy toca tu cena favorita…

Blas parpadeó un par de veces y le pidió disculpas a Leo, fue a la habitación a dejar sus cosas y escondió el cuchillo en el cajón de su mesita de noche. Esa noche Blas y su mujer cenaron juntos canelones de espinacas. Al día siguiente Blas se levantó a las 6:45, se vistió con la ropa que Leo había escogido y fue a almorzar a El Capricho. A las 8:30 ya estaba en su despacho trabajando.

miércoles, 4 de enero de 2012

L'atracció pel maniquí


El senyor Brof despenja el telèfon, a l’altra banda escolta la veu tremolosa de la seva dona.

- Hola rei, necessito que vinguis.
- Què tens?
- Ha estat tot el matí espiant per la finestra. He intentat ignorar-lo, com em vas dir, però no he pogut, és inquietant saber que observa cada gest que faig…
- Però dona, ja ho hem parlat… ningú t’espia, el metge va dir que...
- Ja sé què va dir el metge i sé el que penses tu! Però et juro que el veí de davant porta tot el matí mirant-me des de darrera de la finestra, amagat entre aquelles espantoses cortines rosades...
- Ja n’hi ha prou d’aquesta merda!
- No em creus? O potser t’és igual, no t’importa una merda que aquell fill de puta em miri mentre es toca, perquè es toca, l’he vist fent-ho!
- Hòstia puta! No hi viu ningú davant! Deixa d’inventar coses per poder tirar merda a la nostra relació!
- Si és així et donarà igual saber què és el que he fet...
- No vull entrar en aquest joc.
- Te’n mors de ganes de saber-ho, puc notar com brota la teva gelosia.
- Què collons has fet?
- M’he despullat i m’he posat davant la finestra, deixant que em mirés com a un maniquí a un aparador i després...
- Després què? – Pregunta el senyor Brof mentre es descorda els pantalons –
- M’he tocat, i ell també es tocava fins que ha marxat corrents i no l’he tornat a veure. Ara estic despullada i amb la feina a mitges. Per què no vens?

El senyor Brof es corda els pantalons i recupera les maneres.

- Ja n’estic fart, són tot mentides! Només fas que deixar anar merda! Penjaré i quan arribi a casa vull que tot aquest assumpte estigui oblidat, entesos?
- Ets un desgraciat.

El senyor Brof penja el telèfon i encén una cigarreta. Dóna quatre calades i l’apaga, ja fa temps que vol deixar de fumar però el vici el té dominat. S’aixeca i va cap a la finestra, treu el cap entre les cortines i mira cap el pis de davant, encara hi és, nua, acariciant-se lentament. El Brof torna a descordar-se els pantalons i es masturba amb ànsia. Quan acaba obre els ulls, la dona no hi és. Sona el telèfon i va corrents a agafar-lo.

- Hola rei, necessito que vinguis.


domingo, 11 de diciembre de 2011

Rom i Relat


El Sop puja les escales de l'edifici perquè va massa borratxo com per esperar dret l'ascensor. Avui preferiria que un camió de porcs esclafés el seu cos contra el terra que haver de continuar amb el seu dia de merda, un dia d'aquests en que marxes a treballar i automatitzes el teu cervell per respondre banalitats i adoptes un rol estúpid per a cada maleïda acció que fas. Avui el Sop ha tingut ganes de suïcidar-se quan s'ha adonat de que la seva vida és tan mediocre que ni el súper heroi dels fracassats seria capaç de venir al seu patètic funeral. Per tot això i més, el Sop ha begut fins l'última gota d’Havana que tenien a la barra. Quan ha pujat a casa, s'ha trobat amb el desordre natural que acompanya la seva vida des de que ella va marxar. La guitarra, la càmera de fotos, les sabates foradades, el jersei verd... Tot allò li fa recordar els últims acords que va ser capaç de tocar, la fotografia que ella es va endur on sortia despullada a la platja, la ferida al peu sense curar, els forats entre la llana... Tot allò  el condueix cada nit al mateix, a adoptar una actitud impulsiva i estúpida, a les ganes de Rom amb Cola, a fer-se quatre petons amb dones sense nom i a escriure un parell de versos incoherents a les sis del matí. Després de vomitar quatre vegades i plorar estirat al costat del vàter com un autèntic fracassat, el Sop ha anat fins l’apartament d’ella, guiat per la imbecil·litat i el masoquisme generats per un estat d'embriaguesa absoluta. Des de fora l'ha vist, darrera la finestra ella ballava sota els llençols amb un noi nou. El Sop ha picat a la porta, unes cinc vegades, ella no ha contestat... El Sop ha insistit i per fi ella, després de netejar-se el suc de l'amor al voltant dels llavis, ha obert la porta: Bona nit, puc ajudar-lo amb alguna cosa? – Necessito que tornis, estic enamorat de tu. - Gràcies, la propaganda a la bústia de la dreta.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Cuando "hoy" ya es tarde

Esta mañana mi intranquilo sueño ha sido interrumpido por los feroces rugidos de mi estómago, ayer no cené. No tenía apetito, pasé media noche en vela deambulando por la casa. Del cuarto a la cocina, de la cocina al comedor y del comedor al baño. Me di una ducha fría para eliminar las gotas de sudor que empapaban mi cuerpo. Leí poesía y escribí algunos versos, todos de mentira. Una sensación agónica me impedía respirar con normalidad, intenté confesarme ante el espejo del baño, unas siete veces, pero no pude. De mi boca solo salían vocablos ininteligibles o arcadas que anticipaban un vómito que nunca llegaba. Supliqué a nadie que cesara esa horrible sensación pero no conseguí nada. Esta mañana me he despertado con un hambre de animal, he devorado las sobras de pollo asado que dejaste el otro día cuando te invité a cenar y tu, a la quinta copa y harto de esperar te fuiste dejando de recuerdo un fuerte portazo que todavía puedo escuchar. Esta mañana he sentido el indomable impulso de llamarte, de correr hacia tu casa a contarte que desde que te vi por primera vez convivo con el deseo constante de abrazarte, de apretar fuerte tu cuerpo contra el mío hasta explotar y salpicar, con la sangre que a mi corazón le sobra, todos los escritos que guardo en mi cuarto y que reflejan tu nombre en cada punto y aparte. Al medio día me he armado de valor, he robado una rosa del jardín de abajo y, apretando fuertemente las espinas con mis manos, he dejado un dulce camino rojo desde mi casa a la tuya. No abrías la puerta y a la media hora ha pasado a recogerte una ambulancia. Esta mañana era ayer y hoy ya es media tarde y me visto de negro para despedirme, como todas las otras veces, callando todo aquello que tenía que decirte.

lunes, 14 de noviembre de 2011

A las diez cuarenta y cinco me parece bien


“A las diez cuarenta y cinco me parece bien” decía el mensaje de texto que ella había recibido en su teléfono móvil de penúltima generación. Dejó el aparato encima del mármol del baño, junto a la pica dónde se lavaba la cara y escupía los restos de comida india del mediodía. Había dejado secar su pelo al natural y recogido con una pinza lo bastante grande para aguantar la espesa melena. Se había puesto un vestido negro, solo de largo lo suficiente para no ser confundida con una de las vecinas del 1º-2ª las cuales intercambiaban, con frecuencia, corazón por billetera; pero también lo suficientemente ceñido para que él, por fin, malinterpretara sus intenciones. Se calzó unos zapatos de tacón, también negros, discretos pero totalmente efectivos, sus piernas se estiraban dibujando líneas de sensualidad que iban desde los muslos, pasaban por las rodillas y terminaban, con suave elegancia, en los talones. Nunca había soportado el uso excesivo de maquillaje, labios rojizos y algo de rímel en las pestañas sería más que suficiente.
Esperó en el portal, el coche negro de él se detuvo enfrente de ella. Sus manos temblaban al abrir la puerta, sus piernas se tambaleaban a un ritmo frenético mientras intentaba, de forma patosa, sentarse en el asiento del copiloto. Una vez dentro se saludaron verbalmente, él se había inundado en los ojos oscuros de ella, que miraban hacia adelante como si las pupilas de él pudieran atravesarla y destruirla – Creo que no llegaremos a los trailers si no nos damos un poco de prisa, me equivoqué mirando el horario – balbuceó él después de un eterno e insoportable minuto de silencio. Ella, aún sin mirarle, inclinó la cabeza a modo de aprobación.
Había bastante movimiento esa noche en la ciudad y el coche circulaba bastante rápido entre los incontables semáforos y pasos de cebra. Las ansias de él por abrazarla y acariciar sus piernas por encima de las rodillas provocaban que pisara el acelerador con una fuerza incontrolable. Ella no dejaba de mirar hacia el frente aunque parecía que no veía nada, tenía la mirada perdida y parecía ciega ante el continuo disparo de carteles publicitarios y la gran cantidad de vibrantes y molestas lucecitas. El coche circulaba a una velocidad muy por encima del límite permitido, burlando todos los semáforos por el centro de la ciudad. Al atravesar el gran cruce de carreteras ella parpadeó y se sintió inmortal unos segundos. Abandonó la vista del frente y giró el cuello unos pocos centímetros, penetró la mirada en los ojos de él que segundos más tarde le respondieron para congelar el que sería el primer y último recuerdo juntos.
La mujer gruesa topó contra el parachoques del coche y voló hasta el cristal delantero, provocando enormes grietas a través de las cuales se filtraron, inmediatamente, chorros de sangre espesa. Su enorme cuerpo rebotó y chocó por segunda vez contra el suelo, esparciendo un enorme charco de sangre que resultaba desagradable de mirar para aquellos que cenaban espagueti a la boloñesa en el restaurante italiano de enfrente. Él había abierto la boca en el momento en que la mujer gruesa topaba contra la luna del coche, un pequeño cristal había salido disparado incrustándose directamente en su garganta, rasgando sus cuerdas vocales y provocándole una muerte inmediata. Ella no había dejado de mirarle, un trocito de cristal había topado contra su mejilla derecha y le había hecho un pequeño corte. Entre los gritos de pánico de los transeúntes, ella alargó su dedo corazón hasta la herida, limpió con él la sangre que había salido y se deslizaba por la cara, después bajó del coche y empezó a caminar, la sesión golfa empezaba a las doce y media.

domingo, 6 de noviembre de 2011

El niño viejo

Mateo era un niño viejo. Cada mañana, al despertar, hacía la cama cuidando hasta el más mínimo pliegue de las sábanas. Caminaba lentamente hacia la ventana y observaba durante largos minutos a los pájaros que se posaban en las ramas de los árboles de la acera de enfrente. Después se quitaba el pijama y lo dejaba delicadamente bajo la almohada, bien doblado, sin rastro de arrugas. Se ponía su camiseta preferida, la de Mickey Mouse al revés, ya que tenía un tono grisáceo que, junto con su chaleco de punto, le daba un aspecto muy elegante. Sus pantalones de pana verdes, abrochados con un cinturón de cuero negro bastante roído por los años, tapaban sus blancas y finas piernecitas. Cuando bajaba a almorzar, sus padres todavía no estaban despiertos, eran las seis de la mañana. Preparaba un café descafeinado, le añadía dos gotas de coñac y una pizca de sacarina. Lo sorbía lentamente, mientras miraba fijamente hacia el patio, dónde Mateo tenía enterrado su cofre (todo niño guarda su pequeño tesoro). Fregaba minuciosamente la taza y salía al patio, desenterraba su preciada brújula de oro, la acariciaba suavemente y la volvía a esconder bajo tierra.
Salía de casa y daba un paseo hasta el quiosco, compraba el diario y regresaba con pasos torpes. Sentado en el sillón, esperaba a sus padres que más tarde, le llevarían al colegio. Al salir de clase Mateo recibía insultos y algún que otro puñetazo, hasta que llegaba al parque sin columpios dónde los viejos del barrio jugaban a petanca. Allí Mateo sacaba su manzana y merendaba mientras miraba y aprendía los gestos y vocablos de esa especie que le resultaba tan fascinante. De regreso a casa, se detenía en las obras y observaba a los paletas transportar yeso y ladrillos arriba y abajo. Cuando llegaba al portal, se quitaba los zapatos, desabrochando primero un cordón, después el otro, despacio. En su cuarto, hacía sus deberes y resolvía crucigramas. Más tarde, a la noche, cenaba sopa de arroz caliente y se acostaba.
Así eran todos los días de Mateo, hasta que una mañana, después de realizar su ritual, mientras esperaba sentado en el sillón escuchó un ruido extraño y poco familiar que provenía de la habitación de sus padres. Subió las escaleras, se dirigió a la puerta de la habitación y la entreabrió, dejando el espacio justo para poder asomar su pequeña cabeza. En la cama, mamá debajo de papá, los dos desnudos. Mamá gritaba como si se ahogara. Papá tenía un aspecto parecido a cuando se enfadaba con Mateo por no hacer los deberes, aunque sonreía. Mateo, asustado, corrió a su habitación sin entender qué sucedía, se metió en su cama y empezó a respirar agitadamente. Mateo murió con siete años, de un infarto, abrazado a su osito de peluche.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Jo no firmo res

Ella llegeix el diari mentre fuma un Winston. Acaricia els seus llavis amb el filtre cada cop que aspira, després expulsa el fum lentament. Ell la mira indignat.
-No penses dir res? – li pregunta ell, amb to desafiant – encara no m’has donat una definitiva, me mare porta setmanes plorant, té un disgust…
Ella continua fumant, deixa anar dos anells de fum que s’expandeixen per la sala.
- Ja et vaig contestar en el seu moment- li diu contundent però amb un somriure a la cara.
    - Estàs de broma? Vam sopar en un restaurant francès, vaig contractar una orquestra privada, et vaig regalar un diamant enorme i te’l vaig posar a l’anular mentre et demanava matrimoni. Tu no vas dir re, només feies que reomplir-te la copa, és clar, amb el vi més car de la carta.
-     - I no vas tenir prou?
-     - Ara ho veig clar. La setmana a Berlín, les escapades a la neu, els sopars vora la platja, les classes de cuina japonesa… Tot mentida. Me’n vaig, ara sí que en tinc prou.
-     - Abandones? Ja m’ho pensava jo… no sé com he pogut ser tan idiota.
-     - Ets tu la que no vol anar fins el final amb mi.
-    - No em vull casar amb tu. Vull deixar les classes de cuina japonesa, els restaurants cars i els balnearis. Vull que acabis amb la meva paciència, vull posar-te dels nervis cada cop que obri la boca, vull que ens cridem, que ens emborratxem i fem l’amor a la platja, vull que te mare m’odiï, vull que tinguem un fill i ens discutim pel seu nom. Vull un gat si tu vols un gos, vull banyar-me amb tu cada dia, vull destruir les teves neurones mentre tu acabes amb les meves, vull arribar a no suportar-te i sortir per la porta sense mirar-te a la cara, vull plorar amb els teus ulls i dir-nos adéu. Vull odiar-te, oblidar-te i tornar-te a conèixer.