domingo, 6 de noviembre de 2011

El niño viejo

Mateo era un niño viejo. Cada mañana, al despertar, hacía la cama cuidando hasta el más mínimo pliegue de las sábanas. Caminaba lentamente hacia la ventana y observaba durante largos minutos a los pájaros que se posaban en las ramas de los árboles de la acera de enfrente. Después se quitaba el pijama y lo dejaba delicadamente bajo la almohada, bien doblado, sin rastro de arrugas. Se ponía su camiseta preferida, la de Mickey Mouse al revés, ya que tenía un tono grisáceo que, junto con su chaleco de punto, le daba un aspecto muy elegante. Sus pantalones de pana verdes, abrochados con un cinturón de cuero negro bastante roído por los años, tapaban sus blancas y finas piernecitas. Cuando bajaba a almorzar, sus padres todavía no estaban despiertos, eran las seis de la mañana. Preparaba un café descafeinado, le añadía dos gotas de coñac y una pizca de sacarina. Lo sorbía lentamente, mientras miraba fijamente hacia el patio, dónde Mateo tenía enterrado su cofre (todo niño guarda su pequeño tesoro). Fregaba minuciosamente la taza y salía al patio, desenterraba su preciada brújula de oro, la acariciaba suavemente y la volvía a esconder bajo tierra.
Salía de casa y daba un paseo hasta el quiosco, compraba el diario y regresaba con pasos torpes. Sentado en el sillón, esperaba a sus padres que más tarde, le llevarían al colegio. Al salir de clase Mateo recibía insultos y algún que otro puñetazo, hasta que llegaba al parque sin columpios dónde los viejos del barrio jugaban a petanca. Allí Mateo sacaba su manzana y merendaba mientras miraba y aprendía los gestos y vocablos de esa especie que le resultaba tan fascinante. De regreso a casa, se detenía en las obras y observaba a los paletas transportar yeso y ladrillos arriba y abajo. Cuando llegaba al portal, se quitaba los zapatos, desabrochando primero un cordón, después el otro, despacio. En su cuarto, hacía sus deberes y resolvía crucigramas. Más tarde, a la noche, cenaba sopa de arroz caliente y se acostaba.
Así eran todos los días de Mateo, hasta que una mañana, después de realizar su ritual, mientras esperaba sentado en el sillón escuchó un ruido extraño y poco familiar que provenía de la habitación de sus padres. Subió las escaleras, se dirigió a la puerta de la habitación y la entreabrió, dejando el espacio justo para poder asomar su pequeña cabeza. En la cama, mamá debajo de papá, los dos desnudos. Mamá gritaba como si se ahogara. Papá tenía un aspecto parecido a cuando se enfadaba con Mateo por no hacer los deberes, aunque sonreía. Mateo, asustado, corrió a su habitación sin entender qué sucedía, se metió en su cama y empezó a respirar agitadamente. Mateo murió con siete años, de un infarto, abrazado a su osito de peluche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario