lunes, 28 de noviembre de 2011

Cuando "hoy" ya es tarde

Esta mañana mi intranquilo sueño ha sido interrumpido por los feroces rugidos de mi estómago, ayer no cené. No tenía apetito, pasé media noche en vela deambulando por la casa. Del cuarto a la cocina, de la cocina al comedor y del comedor al baño. Me di una ducha fría para eliminar las gotas de sudor que empapaban mi cuerpo. Leí poesía y escribí algunos versos, todos de mentira. Una sensación agónica me impedía respirar con normalidad, intenté confesarme ante el espejo del baño, unas siete veces, pero no pude. De mi boca solo salían vocablos ininteligibles o arcadas que anticipaban un vómito que nunca llegaba. Supliqué a nadie que cesara esa horrible sensación pero no conseguí nada. Esta mañana me he despertado con un hambre de animal, he devorado las sobras de pollo asado que dejaste el otro día cuando te invité a cenar y tu, a la quinta copa y harto de esperar te fuiste dejando de recuerdo un fuerte portazo que todavía puedo escuchar. Esta mañana he sentido el indomable impulso de llamarte, de correr hacia tu casa a contarte que desde que te vi por primera vez convivo con el deseo constante de abrazarte, de apretar fuerte tu cuerpo contra el mío hasta explotar y salpicar, con la sangre que a mi corazón le sobra, todos los escritos que guardo en mi cuarto y que reflejan tu nombre en cada punto y aparte. Al medio día me he armado de valor, he robado una rosa del jardín de abajo y, apretando fuertemente las espinas con mis manos, he dejado un dulce camino rojo desde mi casa a la tuya. No abrías la puerta y a la media hora ha pasado a recogerte una ambulancia. Esta mañana era ayer y hoy ya es media tarde y me visto de negro para despedirme, como todas las otras veces, callando todo aquello que tenía que decirte.

lunes, 14 de noviembre de 2011

A las diez cuarenta y cinco me parece bien


“A las diez cuarenta y cinco me parece bien” decía el mensaje de texto que ella había recibido en su teléfono móvil de penúltima generación. Dejó el aparato encima del mármol del baño, junto a la pica dónde se lavaba la cara y escupía los restos de comida india del mediodía. Había dejado secar su pelo al natural y recogido con una pinza lo bastante grande para aguantar la espesa melena. Se había puesto un vestido negro, solo de largo lo suficiente para no ser confundida con una de las vecinas del 1º-2ª las cuales intercambiaban, con frecuencia, corazón por billetera; pero también lo suficientemente ceñido para que él, por fin, malinterpretara sus intenciones. Se calzó unos zapatos de tacón, también negros, discretos pero totalmente efectivos, sus piernas se estiraban dibujando líneas de sensualidad que iban desde los muslos, pasaban por las rodillas y terminaban, con suave elegancia, en los talones. Nunca había soportado el uso excesivo de maquillaje, labios rojizos y algo de rímel en las pestañas sería más que suficiente.
Esperó en el portal, el coche negro de él se detuvo enfrente de ella. Sus manos temblaban al abrir la puerta, sus piernas se tambaleaban a un ritmo frenético mientras intentaba, de forma patosa, sentarse en el asiento del copiloto. Una vez dentro se saludaron verbalmente, él se había inundado en los ojos oscuros de ella, que miraban hacia adelante como si las pupilas de él pudieran atravesarla y destruirla – Creo que no llegaremos a los trailers si no nos damos un poco de prisa, me equivoqué mirando el horario – balbuceó él después de un eterno e insoportable minuto de silencio. Ella, aún sin mirarle, inclinó la cabeza a modo de aprobación.
Había bastante movimiento esa noche en la ciudad y el coche circulaba bastante rápido entre los incontables semáforos y pasos de cebra. Las ansias de él por abrazarla y acariciar sus piernas por encima de las rodillas provocaban que pisara el acelerador con una fuerza incontrolable. Ella no dejaba de mirar hacia el frente aunque parecía que no veía nada, tenía la mirada perdida y parecía ciega ante el continuo disparo de carteles publicitarios y la gran cantidad de vibrantes y molestas lucecitas. El coche circulaba a una velocidad muy por encima del límite permitido, burlando todos los semáforos por el centro de la ciudad. Al atravesar el gran cruce de carreteras ella parpadeó y se sintió inmortal unos segundos. Abandonó la vista del frente y giró el cuello unos pocos centímetros, penetró la mirada en los ojos de él que segundos más tarde le respondieron para congelar el que sería el primer y último recuerdo juntos.
La mujer gruesa topó contra el parachoques del coche y voló hasta el cristal delantero, provocando enormes grietas a través de las cuales se filtraron, inmediatamente, chorros de sangre espesa. Su enorme cuerpo rebotó y chocó por segunda vez contra el suelo, esparciendo un enorme charco de sangre que resultaba desagradable de mirar para aquellos que cenaban espagueti a la boloñesa en el restaurante italiano de enfrente. Él había abierto la boca en el momento en que la mujer gruesa topaba contra la luna del coche, un pequeño cristal había salido disparado incrustándose directamente en su garganta, rasgando sus cuerdas vocales y provocándole una muerte inmediata. Ella no había dejado de mirarle, un trocito de cristal había topado contra su mejilla derecha y le había hecho un pequeño corte. Entre los gritos de pánico de los transeúntes, ella alargó su dedo corazón hasta la herida, limpió con él la sangre que había salido y se deslizaba por la cara, después bajó del coche y empezó a caminar, la sesión golfa empezaba a las doce y media.

domingo, 6 de noviembre de 2011

El niño viejo

Mateo era un niño viejo. Cada mañana, al despertar, hacía la cama cuidando hasta el más mínimo pliegue de las sábanas. Caminaba lentamente hacia la ventana y observaba durante largos minutos a los pájaros que se posaban en las ramas de los árboles de la acera de enfrente. Después se quitaba el pijama y lo dejaba delicadamente bajo la almohada, bien doblado, sin rastro de arrugas. Se ponía su camiseta preferida, la de Mickey Mouse al revés, ya que tenía un tono grisáceo que, junto con su chaleco de punto, le daba un aspecto muy elegante. Sus pantalones de pana verdes, abrochados con un cinturón de cuero negro bastante roído por los años, tapaban sus blancas y finas piernecitas. Cuando bajaba a almorzar, sus padres todavía no estaban despiertos, eran las seis de la mañana. Preparaba un café descafeinado, le añadía dos gotas de coñac y una pizca de sacarina. Lo sorbía lentamente, mientras miraba fijamente hacia el patio, dónde Mateo tenía enterrado su cofre (todo niño guarda su pequeño tesoro). Fregaba minuciosamente la taza y salía al patio, desenterraba su preciada brújula de oro, la acariciaba suavemente y la volvía a esconder bajo tierra.
Salía de casa y daba un paseo hasta el quiosco, compraba el diario y regresaba con pasos torpes. Sentado en el sillón, esperaba a sus padres que más tarde, le llevarían al colegio. Al salir de clase Mateo recibía insultos y algún que otro puñetazo, hasta que llegaba al parque sin columpios dónde los viejos del barrio jugaban a petanca. Allí Mateo sacaba su manzana y merendaba mientras miraba y aprendía los gestos y vocablos de esa especie que le resultaba tan fascinante. De regreso a casa, se detenía en las obras y observaba a los paletas transportar yeso y ladrillos arriba y abajo. Cuando llegaba al portal, se quitaba los zapatos, desabrochando primero un cordón, después el otro, despacio. En su cuarto, hacía sus deberes y resolvía crucigramas. Más tarde, a la noche, cenaba sopa de arroz caliente y se acostaba.
Así eran todos los días de Mateo, hasta que una mañana, después de realizar su ritual, mientras esperaba sentado en el sillón escuchó un ruido extraño y poco familiar que provenía de la habitación de sus padres. Subió las escaleras, se dirigió a la puerta de la habitación y la entreabrió, dejando el espacio justo para poder asomar su pequeña cabeza. En la cama, mamá debajo de papá, los dos desnudos. Mamá gritaba como si se ahogara. Papá tenía un aspecto parecido a cuando se enfadaba con Mateo por no hacer los deberes, aunque sonreía. Mateo, asustado, corrió a su habitación sin entender qué sucedía, se metió en su cama y empezó a respirar agitadamente. Mateo murió con siete años, de un infarto, abrazado a su osito de peluche.