lunes, 14 de noviembre de 2011

A las diez cuarenta y cinco me parece bien


“A las diez cuarenta y cinco me parece bien” decía el mensaje de texto que ella había recibido en su teléfono móvil de penúltima generación. Dejó el aparato encima del mármol del baño, junto a la pica dónde se lavaba la cara y escupía los restos de comida india del mediodía. Había dejado secar su pelo al natural y recogido con una pinza lo bastante grande para aguantar la espesa melena. Se había puesto un vestido negro, solo de largo lo suficiente para no ser confundida con una de las vecinas del 1º-2ª las cuales intercambiaban, con frecuencia, corazón por billetera; pero también lo suficientemente ceñido para que él, por fin, malinterpretara sus intenciones. Se calzó unos zapatos de tacón, también negros, discretos pero totalmente efectivos, sus piernas se estiraban dibujando líneas de sensualidad que iban desde los muslos, pasaban por las rodillas y terminaban, con suave elegancia, en los talones. Nunca había soportado el uso excesivo de maquillaje, labios rojizos y algo de rímel en las pestañas sería más que suficiente.
Esperó en el portal, el coche negro de él se detuvo enfrente de ella. Sus manos temblaban al abrir la puerta, sus piernas se tambaleaban a un ritmo frenético mientras intentaba, de forma patosa, sentarse en el asiento del copiloto. Una vez dentro se saludaron verbalmente, él se había inundado en los ojos oscuros de ella, que miraban hacia adelante como si las pupilas de él pudieran atravesarla y destruirla – Creo que no llegaremos a los trailers si no nos damos un poco de prisa, me equivoqué mirando el horario – balbuceó él después de un eterno e insoportable minuto de silencio. Ella, aún sin mirarle, inclinó la cabeza a modo de aprobación.
Había bastante movimiento esa noche en la ciudad y el coche circulaba bastante rápido entre los incontables semáforos y pasos de cebra. Las ansias de él por abrazarla y acariciar sus piernas por encima de las rodillas provocaban que pisara el acelerador con una fuerza incontrolable. Ella no dejaba de mirar hacia el frente aunque parecía que no veía nada, tenía la mirada perdida y parecía ciega ante el continuo disparo de carteles publicitarios y la gran cantidad de vibrantes y molestas lucecitas. El coche circulaba a una velocidad muy por encima del límite permitido, burlando todos los semáforos por el centro de la ciudad. Al atravesar el gran cruce de carreteras ella parpadeó y se sintió inmortal unos segundos. Abandonó la vista del frente y giró el cuello unos pocos centímetros, penetró la mirada en los ojos de él que segundos más tarde le respondieron para congelar el que sería el primer y último recuerdo juntos.
La mujer gruesa topó contra el parachoques del coche y voló hasta el cristal delantero, provocando enormes grietas a través de las cuales se filtraron, inmediatamente, chorros de sangre espesa. Su enorme cuerpo rebotó y chocó por segunda vez contra el suelo, esparciendo un enorme charco de sangre que resultaba desagradable de mirar para aquellos que cenaban espagueti a la boloñesa en el restaurante italiano de enfrente. Él había abierto la boca en el momento en que la mujer gruesa topaba contra la luna del coche, un pequeño cristal había salido disparado incrustándose directamente en su garganta, rasgando sus cuerdas vocales y provocándole una muerte inmediata. Ella no había dejado de mirarle, un trocito de cristal había topado contra su mejilla derecha y le había hecho un pequeño corte. Entre los gritos de pánico de los transeúntes, ella alargó su dedo corazón hasta la herida, limpió con él la sangre que había salido y se deslizaba por la cara, después bajó del coche y empezó a caminar, la sesión golfa empezaba a las doce y media.

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